viernes, 8 de julio de 2011

EL MIEDO AL QUE DIRÁN. Masculinidades y sexualidad



En la foto Enmanuel George López




Por Enmanuel George López


El pronóstico para adivinar un posible tema de conversación de algunos grupos de hombres es casi infalible. El «menú» que ofrecen generalmente gira alrededor del deporte, la música o el sexo. Por lo general, estas charlas no están «condimentadas» con revelar intimidades sin despojarse de una postura etiquetada como masculina, y en relatos que no sobrepasan la mejor canción o película, el partido de fútbol más «eléctrico», o la muchacha del momento.

El ideal en estas conversaciones es exponer los valores de valentía y destreza atribuidos socialmente a la conducta masculina. El machismo, como oficialización de ese supuesto sexo superior, es defendido desde los comportamientos violentos, las palabras y frases que afiancen su hegemonía y la represión total de sentimientos, ahogando así cualquier indicio de emociones jamás concebido en un «verdadero varón».

Mi propuesta es revelar una charla entre jóvenes que pudieron apartar ese silencio y se confesaron frustraciones, preocupaciones y experiencias sobre uno de los grandes miedos que enfrentan los hombres: la sexualidad.

Fue una tarde en que solo tuvieron un turno de clases y aprovechando lo temprano que era para llegar a casa, decidieron platicar en las escaleras del Rectorado de la Universidad de La Habana. Emilio rápidamente convidó a prestarle atención a un cuento acerca de su última experiencia sexual. El mismo trataba sobre ese pretendido deber de los hombres en «quedar bien» durante el sexo y la posición elemental de dominadores o kamasutras vivientes, que no permiten en muchas ocasiones el disfrute y el placer que brinda la sexualidad.

—¡Jamás imaginé que podía pasarme! Siempre confié en mis artimañas para dejar buena impresión. Aun en los momentos más apretados, continuamente salí airoso. Pero toda hoja de árbol tiene su otoño, o todo tigre tiene esa escopeta que lo fusila.

—Quedé con los chicos del barrio en pasar el fin de semana en casa de un familiar de Celia, cerca de la costa. La festividad ameritaba la ocasión de acostarme con Amanda, la chica con la que llevaba saliendo algún tiempo y que mantenía mi mente y cuerpo ocupados en conseguirlo. No se trataba de convencerla o emborracharla para terminar en la cama, hace rato que ambos lo deseábamos, pero no teníamos el lugar ni la tranquilidad para esto. La expectativa que construimos para el anhelado momento fue muy simpática. Yo me anunciaba como un tigre, pues mi calzoncillo tenía un dibujo de semejante felino, y de ahí mi alarde previo como «el animal». La noche indicada fue el sábado, llegaba con un clima perfecto, y una habitación solo para nosotros dos.

—Honestamente, quería impresionarla, dejarla con la mejor opinión de mí sobre las «cuestiones eróticas». El instante de desnudarnos fue muy sensual y erótico, pero mi objetivo no era ese. Me sentía como si tuviese una agenda con los pasos a seguir y en la que iba anotando bien o mal mis acciones. Los besos y caricias tejieron una atmósfera de excitación enorme, pero mis ganas de hacer «el verdadero sexo» no me permitieron disfrutarlo y fueron para mí simplemente una señal para la penetración. Aquí comenzaron a fallarle los zarpazos al felino.

—¡Mi madre! ¿Qué me pasa? ¡Si en las películas lo hacen tan fácil! Simplemente no pude hacerlo. Mi cuerpo perdió el aire tal como un globo desinflado, y mi bandera blanca ni siquiera tuve que izarla, colmo fuera que se alzara ahora. El tigre había quedado disecado en una sala de trofeos. Había terminado más bien como un minino. Pasaron tantas cosas por mi cabeza, viagras, huevos de codorniz, guarapo, perlas, vergüenza. Me senté en el borde de la cama donde la oscuridad no dejaba ver mi rostro.

La confesión de Emilio impresionó al resto del grupo. Su supuesto fracaso sexual se debió en parte a la ignorancia de que el sexo existe más allá de la penetración y por la construcción de una imagen del hombre incansable y domador, vendida por el imaginario colectivo.

Su confesión albergó intimidad con el resto de los muchachos, pues contó algo que no lo pintaba como un triunfador, y eso denotó confianza, la necesaria para que Enrique hablara de un tema que lo perturbó durante su etapa en la beca. El asunto de las denominadas perlas que se colocan en el pene, que pueden llamar la atención a más de una persona, sobre todo cuando se ofertan con la intención de satisfacer a las mujeres. Lo cierto es que puede ocurrir hasta la amputación del miembro por las precarias condiciones higiénicas con que se las colocan, pero ese riesgo lo corren muchos, y otros se lo piensan bastante, como Enrique.

—En la beca, el tiempo de descanso era añorado, pero realmente poco; solo al término de las comidas y en el horario de baño, donde inmediatamente después nos ordenaban dormir.

—Había entre los socios un joven al que llamaron «el médico», porque quería estudiar enfermería. Ante tanto alboroto por la actividad sexual futura, el médico abrió su negocito de colocarles perlas a los penes de sus «compañeros de aula». Por tres CUC, tendríamos esos adornos destinados a satisfacer como nunca a nuestra pareja. El material de la perla era de acrílico, que los clientes pulirían para evitar la rugosidad. El ruido a la hora de frotar el acrílico contra la ventana o la litera era insoportable.

—El primero en ponérsela fue Elier, quien tuvo como público a casi todo el grupo, encaramados en las literas o haciendo un cordón en el pasillo. Los utensilios del «médico» eran un pomo destapado, una cuchilla y una jeringa con anestesia, ambas estériles, según él. Ya después pasaron por sus manos Leandro, el «Coti», el «Crema» y Juan Carlos.

—El dormir era interrumpido entre las campanas de «el de pie» y los gritos de los pacientes. El último en ser atendido fue el propio médico, en una autooperación que no terminó para nada como soñó. La cirugía sufrió una infección irremediable, su perla se le cayó y dejó una herida espeluznante, que lo mantuvo muchos días en extrema preocupación. Cuando no tuvo más remedio que ir al hospital, regresó con toda una lista de recetas médicas, su pene «momificado», y la amenaza de perderlo.

—Las penosas «heridas de guerra» de mis compañeros lesionados y las victorias no tan claras de los otros, me alejaron la idea casi sentenciada de ponerme una perla. No les veo otro lugar que en un collar o dentro de las ostras en el mar, y mi empeño que sea el de recurrir a otros métodos para brindar y recoger el placer en el amor.

El tamaño del pene, las erecciones, el sexo, son temas que no son profundamente abordados por el temor de verse afectada la masculinidad y dejar la impresión de inexpertos. Precisamente este temor afecta la comunicación de los hombres, y es un listón a saltar.

http://www.mujeres.cubaweb.cu/articulo.asp?a=2011&num=547&art=24

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